23 sept 2008

Edgar Allan Poe, por Charles Baudelaire

"Sueño, esos pedacitos de muerte. ¡Como los odio!".

"La muerte de una mujer hermosa es, sin duda el tema más poético del mundo." E.A.P


En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras “mala suerte” escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación. Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo, sobre su frente al aire soltará la tortuga, pues ellos deben perecer fatalmente. Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.

[...] La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?” Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!Ut declamatio fiars! Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.

Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso. Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?

[...] Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal. El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.

Por Charles Baudelaire.

Imagen: Desiré Dolron

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Uno de los libros de Poe que tengo está prologado por Baudelaire:

(...)Lo digo sin avergonzarme, porque siento que esto nace de un profundo sentimiento de lástima y de ternura: Edgar Poe, borracho, pobre, perseguido, paria, me agrada más que, tranquilos y virtuosos, un Goethe o un w. Scott. Gustosamente diría de él y de una clase especial de hombres lo que el catecismo dice de nuestro Dios: "Sufrió mucho por nosotros"(...)

Un saludo

Möbius el Crononauta dijo...

Pues de los libros de Poe que tengo creo que ninguno está prologado por él, y empiezo a lamentarlo...

saludos

Calamidad Ambigua dijo...

Yo creo que en verdad lo venera ya que él mismo sufrió en sus carne una dependencia y una enfermedad a la par grave. Y me pregunto en qué grado no habrán intervenido estas dependencias y estados lejos de la real consciencia para crear las obras que ambos realizaron. Si de no haber padecido estas situaciones hubieran desbordado sus sentimientos en ellas.

Baudelaire no tuvo adicción al alcohol, que remarca una y otra vez en el perfil de Poe. Él prefería el Láudano. (Nunca fumó opio, lo tomaba en píldoras)

"Et les moins sots, hardis amants de la Démence,
Fuyant le grand troupeau parqué par le Destin,
Et se réfugiant dans l´opium immense!* (Baudelaire, "Le voyage")

*¡Y los menos inconscientes, amantes intrépidos de la Demencia, huyen de la gran manada cohibida por el Destino, y se refugian en la inmensidad del Opio!

Él padeció sífilis, y tomaba láudano, si bien no se prescribía para su tratamiento, se recomendaba para mitigar el efecto catártico que el mercurio tenía en los intestinos. Era un botiquín andante, tomaba píldoras que contenían opio, valeriana, digitalina y quinina, doblando la dosis por su hábito al opio.

Muchas gracias a ambos por vuestros comentarios.

Anónimo dijo...

De donde has sacado este texto de Baudalaire? Te agradecería una reseña bibliográfica!!! Gracias de antemano. Bye!

Calamidad Ambigua dijo...

De un tratado que tengo sobre Opio.


http://www.agapea.com/libros/OPIO-UN-RETRATO-DEL-DEMONIO-CELESTIAL-isbn-8475066895-i.htm

Ha sido un placer. ^^

Calamidad Ambigua dijo...

Y el texto inicial sobre Poe, que ahora no sé a cual te refieres, circula por internet, comparando los "gatos" que sobre ambos escribieron.

Anónimo dijo...

Muchas gracias.

Interesante el libro. Yo todavía estoy epatado desde que me leí Confessions of an English Opium Eater del Quincey...

Calamidad Ambigua dijo...

Siii!!! menciona mucho ese libro, Thomas era no?
Luego habla de otros textos tipo confesiones de una mujer Laudanum Drinker.

Un saludo!

Anónimo dijo...

Si te interesa aqui lo tienes:

http://books.google.es/books?id=e58nW0zCKKUC&dq=Confessions+of+an+English+Opium+Eater&pg=PP1&ots=bLnDveujlv&sig=dYmF7m6nA5JXDhVSa282r-abvGM&hl=es&sa=X&oi=book_result&resnum=1&ct=result

Ya te advierto que es arduo (el tio es un pedante de la leche). Yo me lo leí en un ataque de caspa despues de "The League of Extraordinary Gentleman" (que hacen mucha mención a lo del opio).

Saludos