Había podido estar en Asturias en una casa casi sola en medio de un valle (Merás) con la certeza de que habitaban allí lobos (apareció muerto el perro de una casa relativamente cercana por el ataque de éstos), asomada a la ventana viendo la oscuridad no absoluta gracias a la luna, y estar tranquila. En la seguridad de una casa de tres plantas (establo, piso principal y habitaciones) y mi tío abuelo abajo, no podía pasar nada. Y estaban las perras, tres sabuesas que si las soltabas se iban al monte solas a cazar, con sus zarpas se agarraban al terreno y te llevaban ellas aunque te enganchases a ellas por su correa de cadena. Podía dirigir la mirada a través de la ventana del piso superior hacia el límite con el bosque. E imaginar que a partir de esa línea podría haber de todo. Pero no me daba miedo.
Sin embargo en Madrid desconfiaba de cada ruido. No sabía a veces si el teléfono que sonaba era el mío o el del vecino. Les oía si gritaban, si ponían la música alta, gente en la calle hablando alto. En Madrid el silencio absoluto no existía. Y yo oía demasiado. Ver una película en el salón en vez de en el cuarto de estar aprovechando que estaba sola en casa era lo normal, y si encima había alquilado en el videoclub alguna de miedo o echaban algún peliculón en la 2 de madrugada el ritual era casi obligado. Una manta, algo de beber, y algo que agarrar, cojín o peluche. Esto que recuerdo desde tan pequeña me hace pensar que he cambiado muy poco. Sigo haciendo exáctamente lo mismo.
Lo malo era el regreso, apagar las luces, y regresar a mi habitación. Si alguna puerta se hubiera cerrado en ese momento creo que hubiera gritado. Pero no, todo estaba más o menos en silencio. Entonces el pasillo ofrecía una luz extraña, proyectada desde la venta de la cocina. Miraba al suelo, una alfombra persa sobre la que se intuían a media luz extraños pero preciosos dibujos... queriendo mirar atrás. La imperiosa sensación de querer girar la cabeza, y sentir que si lo hacía daba vida a lo que me imaginación desease. ¿Por qué? ¿por qué ese miedo?
Han podido pasar más de quince años desde lo que estoy narrando, y aún me subo la sábana hasta el cuello. La vulnerabilidad del aire en mi cuello por la noche puede hacer que no duerma, y ya mi coleta no me permite dar vueltas alrededor de él para taparlo.