27 dic 2007

Arturo Pérez- Reverte

Permitidme tutearos, imbéciles


Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno. Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos. Ministros y ex ministros –aquí matizaré ministros y ministras– de Educación y Cultura. Consejeros varios. Etcétera. No quiero que acabe el mes sin mentaros –el tuteo es deliberado– a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años. De cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía. De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias incluidas. De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.

Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia. Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña. Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico». O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.

Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos». Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p’alante. Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet. La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.

Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado.

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2687&id_firma=5150

gracias Jorge

26 dic 2007

Y al que no le guste que no lea...

Creo que me había perdido, entre mi trabajo, la casa...había olvidado el placer de seguir aprendiendo nuevas teorías, conocer nuevos libros sobre lo que más me importa en esta vida: El Arte.

Estudiar una oposición no es lo mismo que discutir teorías en una clase...no es lo mismo que escuchar a tu profesor con la boca abierta... Cuánto echo de menos mis clases.

Bueno, basta de lamentaciones, "Esto no es un diario", al igual que aquello no era una pipa.

Inserto ahora un texto del profesor que más creo que me ha marcado, al cual he tenido el placer de conocer en persona, y si lee esto alguna vez le envío un abrazo. Si tenéis ocasión de escucharle alguna vez, en algún museo, presentación, exposición...os lo recomiendo encarecidamente.
Es Fernando Castro.



¿Donde está el cuadro?

Fernando Castro Flórez.
Diario ABC 4/8/2007


Volvamos al fascinante relato de Balzac Le-Chef d'Oeuvre Inconnu (La obra maestra desconocida), a su indagación en torno al raro misterio de la obra de arte, como si fuéramos un invisible compañero de Poussin, el neófito, contemplando extasiado el aspecto del estudio de Porbus, acercándose al secreto, teniendo a mano los materiales del arte. Situémonos junto a alguien que entra en el atelier, en esa cámara milagrosa, llena de «innumerables esbozos, estudios con la técnica de los tres colores, a sanguina o a pluma, que cubrían las paredes hasta el techo». Allí se siente el poder hipnótico de la pintura, pero también, y eso es decisivo, se habla de ella. Frenhofer considera necesario, más que copiar la naturaleza (por ejemplo, en el enfrentamiento con la sublime desnudez de la mujer), expresarla.


El viejo maestro considera que las espléndidas obras de Porbus no son otra cosa que naderías, realizando una exhibición que consiste en pintar o, mejor, corregir lo que ha pintado aquél, usando la paleta como un prodigioso instrumento musical, dando vida a las figuras, usando genialmente las veladuras, encaminándose hacia la pincelada final. Quien se inicia en los misterios artísticos comprende que hay que acercarse a la sedimentación del modelo como un escultor, asumiendo que en la naturaleza no hay líneas y que lo importante es modelar, no dibujar. El texto de Balzac está lleno de miradas hechizadas ante las obras de arte, pero también de tretas en torno a los cuerpos de la mujer amada, como en ese extraño «préstamo» que Poussin hace de su amada-modelo a Frenhofer para conseguir atrapar, por medio de la desnudez, el secreto de la pintura. Gillette advierte de pronto algo horrible: el pintor contempla el cuadro con más pasión que su cuerpo. La invisibilidad de la belleza femenina en el momento de su conversión en pintura es semejante a la que Frenhofer anunciará cuando abra finalmente su atelier, desordenado y cubierto de polvo, para que comprueben Porbus y Poussin que no hay parangón entre la bella modelo y el cuadro que, después de infinitos esfuerzos, ha creado.

Sacada de las sombras. La pregunta del apasionado discípulo de Mabuse, «¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido!», es lo que dota a La obra maestra desconocida de una radical contemporaneidad. Ante el cuadro, ni Poussin ni Porbus ven nada o, mejor, contemplan una pintura radicalmente abstracta («colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura»). Pero, al acercarse, percibieron que de ese caos surgía un pie deliciosamente creado, un pie vivo, y «quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada». Había una mujer ahí debajo. Aquella obra, sacada de las sombras, solo podía verse de cerca. Desaparecía cuando uno tomaba distancia. Pero aquella pintura extrema revela su secreto abismal justamente para disolver la mirada que contempla: tremenda toma de conciencia de que en el cuadro no hay nada.

La alegoría que Balzac compone sobre el arte tiene que ver con la delirante pérdida de sentido de lo real. Pero, a la vez, esa aparición del monstruoso pigmalionismo nos hace ver que la obsesión es la materia del arte. La obra de arte es el canto que recuerda la patria en el exilio. El artista, como Orfeo, vuelve la mirada hacia el abismo que marcará la pérdida de lo amado. La búsqueda de la Venus viva lleva siempre al borde de la melancolía. Las formas furiosas de la locura terminan por ser lógicas. Incluso comprendemos a Poussin, que termina por prestar el amor carnal a cambio del arte. Si la pintura quiere ser virginal, la obra, sin embargo, es interminable. Ese amor que es un tesoro en el atelier puede, al ser iluminado por la luz del afuera, trocarse en polvo, en nada. Si Balzac advierte que los frutos del amor son efímeros -los de arte, inmortales-, también entrega la sospecha de que la obra es un enterramiento (el caótico muro de pintura que, literalmente, se ha tragado el cuerpo de una mujer): el arte acaba con la vida. Las lágrimas de Frenhofer, ese velo húmedo que disuelve la imagen amada y perdida, no podrá apagar el incendio final: la reducción del cuadro a cenizas. La despedida de la pintura es el comienzo de la más emocionada y melancólica poesía. Georges Didi-Huberman relee con morosidad la extraordinaria obrita de Balzac en La pintura encarnada (Pre-textos, Valencia, 2007), señalando los tres temas cruciales: la cuestión del ritmo de las pinceladas, la mirada-chorro del pintor y la inyección de sangre en la pintura misma. Desde el «delirio del tacto» a la teoría de lo diáfano; de los destellos del cuadro a su necesario inacabamiento; de la mirada distante a la invocación que reclama cercanía y persigue con rigor la dimensión fantasmal de la pintura.

El fondo del caos. El «efecto del lienzo» termina por ser comparado con la histeria, con la invisibilidad puesta en acto. Es un casi-trauma, el destello en calidad de sinsentido, así como la sorpresa del «eso no es». En cambio, el «efecto del detalle» es una casi-alucinación, una violencia ilusionista, la rareza de la aparición de lo real, el descubrimiento del orden de lo visible. Del «muro de pintura» al detalle de la punta del pie, del nihilismo asfixiante al fetichismo, en la visita a Frenhofer se llega a descubrir que el cuadro puede ser la más rotunda sepultura y a comprender que existe una belleza que da miedo. Tal vez tenga razón Didi-Huberman, y el pintor baje los párpados para terminar su cuadro, y la obra de arte no será más que un fragmento escapado, en las hermosas palabras de Balzac, «a una increíble, a una lenta y progresiva destrucción». Un año antes de escribir La obra maestra desconocida, anotó que «un artista es una auténtica religión». El final suicida de Frenhofer, una ficción memorable, nos sigue inquietando, acaso porque ya no somos capaces de tomar la distancia adecuada; mucho menos acercarnos para contemplar la carne que palpita en el caos.



¿Donde está el cuadro? Por Fernando Castro Flórez.

La Luna y la Rosa

En el silencio estrellado la Luna daba a la rosa y el aroma de la noche le henchía -sedienta boca- el paladar del espíritu, que adurmiendo su congoja se abría al cielo nocturno de Dios y su Madre toda... Toda cabellos tranquilos, la Luna, tranquila y sola, acariciaba a la Tierra con sus cabellos de rosa silvestre, blanca, escondida... La Tierra, desde sus rocas, exhalaba sus entrañas fundidas de amor, su aroma ... Entre las zarzas, su nido, era otra luna la rosa, toda cabellos cuajados en la cuna, su corola; las cabelleras mejidas de la Luna y de la rosa y en el crisol de la noche fundidas en una sola... En el silencio estrellado la Luna daba a la rosa mientras la rosa se daba a la Luna, quieta y sola.

Unamuno